(por Eugenia Segura)
Aquí va una historia de sexo y muerte. Un triángulo
amoroso entre dos flores y una abeja, brutalmente truncado por las relaciones
perversas entre las semillas genéticamente modificadas, varios negociados
multimillonarios, y una conspiración silenciosa que se extiende por todo el
planeta. ¿Quién es el asesino, en este preciso momento, de todas las abejas de
la tierra?
Resulta que la abeja iba
volando a campo traviesa, con el cuerpo electrizado por el aire: fue vista
seduciento a una flor de almendro, luego a un duraznero, luego a un yuyo
amarillo: sabe bien lo que hace, no discrimina. Pero las ondas electromagnéticas
de las antenas
móviles la marean, la drogan, la emborrachan. De pronto siente una
atracción fatal por las flores blancas, rosadas y púrpuras de una rave de soja transgénica. Se siente cada vez
peor, regresa a su antiguo amor, el maíz, pero éste también es parte del
circuito siniestro. Como puede, si es que puede, si es que no se pierde y se
muere en el camino, vuelve confundida a la colmena. Pero no vuelve
sola: trae consigo un virus, el parásito Nosema
ceranae, que se extiende como peste en la metrópolis de la
geometría perfecta. Las abejas comienzan a morir en sus celdas, las flores se mueren de
impotencia, los frutos no salen. Los animales
y los humanos
ya dan claras evidencias de sufrir extrañas mutaciones y enfermedades
severas.
Al principio fue un crimen silencioso, silenciado.
Nadie pudo oír el zumbido de auxilio, nadie quiso escuchar el alerta de los
campesinos y apicultores que, desde sus saberes
ancestrales -tan válidos como los de los 800 científicos que también encendieron
la voz de alarma- vieron venir antes que nadie la masacre de abejas, mariposas,
gusanos: esos micro-obreros ad honorem
de todos los sabores y todas las dulzuras de este mundo.
Hasta que las repercusiones de la masacre ya se
hicieron imposibles de ocultar a los ojos humanos, cuya miopía en general sólo
enfoca los números de la economía de su país, y los de Wall Street: las pérdidas en miel, en frutas de todo
tipo, contabilizadas en dólares, ya son abismales. Entonces
sí estalló: la noticia del asesinato de las abejas ya es la tapa negra de la revista Times.
Se han
encontrado en el cuerpo de las víctimas, rastros de polen con el ADN
modificado, pesticidas neonicotinoides,
fungicidas: son muchos los autores materiales del crimen contra las pequeñas
abejas. Conocidos en el mercado bajo alias simpáticos como “Gaucho”,
“Poncho”, “Roundup”, “Atrazina”, “Guardian Xtra”, que esconden sus
verdaderos nombres: Imidacloprid, Clotianidina, Glifosato, y una larga lista de
impronunciables etcéteras. Tal vez los hayas escuchado en publicidades,
exagerando sus bondades.
Son los sicarios de mafias mayores y bien conocidas: Dupont, Syngenta, Bayer ¿te suenan a “es bueno”?
Pero ¿quién es el asesino?
Si damos un paso más allá, encontramos al verdadero
autor intelectual de este crimen, el villano al que jamás se le puede ver el
rostro, la mano que acaricia al gato con el anillote: Monsanto.
O más bien Mondiablo, como le dicen en casi
todos lados a esta transnacional siniestra que va por el mundo patentando semillas originarias (en
muchos lugares, tener semillas propias ya es un delito),
modificando el ADN de nuestros alimentos, volviendo a la tierra fértil en
tierra dependiente de sus drogas. Ahí donde se ha echado Roundup,
no crece ninguna semilla que no haya sido alterada genéticamente por
Monsanto. Hay que curtirse mucho
para ver los efectos de los aviones que fumigan glifosato sobre
poblaciones inocentes, y no quebrar de dolor y de bronca. Hombres, mujeres y niños que no pueden defenderse de esas
duchas forzosas de veneno que les caen desde el cielo, les hacen manchas y
llagas en la piel, malformaciones congénitas con las que
tendrán que cargar el resto de sus vidas. Cáncer que se los lleva mucho antes
de la hora en que la vida sin Monsanto les tenía señalada. Si no lo sabías, es
comprensible: la Argentina
ya es soja-dependiente, y basta ver la pauta
publicitaria en los canales no oficialistas, y la
defensa acendrada del gobierno al modelo sojero,
para entender por qué “de eso no se
habla”. Si no podés verlo, también: las imágenes son tremendas. Pero al menos es
necesario saberlo, porque hay muchas maneras en las que podemos contribuir para
defendernos de esto.
Que no se limita a afectar a las poblaciones
directamente fumigadas, volvamos a la masiva mortandad de abejas. Einstein
decía que en un mundo sin abejas, el hombre no sobreviviría más de cuatro años,
y es fácil entender por qué. Además de ser las aladas poseedoras del secreto de la alquimia, capaz de
transformar el polen en oro líquido, dulce y curativo, ellas son
el sexo de las flores. Y no existe fruto en este mundo que no haya sido antes
una flor.
La situación es
tan grave que Rusia amenaza a EEUU con una guerra si
no desmantela Monsanto. La misma Monsanto está tan
preocupada porque sin abejas no hay ni
negocio de la soja, que ha comprado Beelogics, una compañía que fabrica abejas
robots de plástico y titanio. Parece de ciencia ficción, pero es
así: abejas
robots diseñadas para polinizar únicamente los cultivos determinados
por Monsanto. Cuyos objetivos no se limitan a hacer un enorme negociado:
quieren convertir nuestra cadena alimenticia en una cadena real pero sutil, en
la que todos los hilos invisibles conduzcan a las manos de Mondiablo. Es por eso que, aunque
parezca absurdo, patentan las semillas de todo el reino vegetal que sirva de
alimento.
Te preguntarás cómo podemos revertir esto, y hay
muchas maneras. La primera es no
negar el problema, tomar consciencia, difundir esto. Guardar y
sembrar mientras se pueda semillas orgánicas. Esquivar en las
góndolas los productos
genéticamente modificados, que ya han sido prohibidos en varios países de la Unión Europea por
sus efectos en la salud y en los genes. Apoyar a los campesinos locales
comprando frutas y verduras sanas.
Exigirles a los políticos que vayamos antes que nada hacia una soberanía alimentaria: una regla de la
economía sencillísima e infalible, que todos conocemos: produzcamos lo que vamos
a comer, y después de eso todo bien, exportamos lo que sobre. Los
argentinos no comemos soja. Desterremos el miedo a la
carencia, a la escasez: en el país de la pampa húmeda y de todos los climas, es
un cuco ridículo con el que nos han asustado en vano. Que el potasio de Río Colorado se quede acá, porque algún
día vamos a saber extraerlo sin destruir todo, y vamos a necesitarlo para
recuperar la fertilidad de esta tierra, que puede
rehabilitarse de su drogadependencia.
Y si estas palabras que tenés ante tus ojos te han
parecido al vuelo un campo lleno de flores, y al abrir alguno de los links al
azar, te has dado cuenta de que en verdad son un campo minado, habrás podido
sentir de alguna manera lo mismo que sienten las abejas al entrar en una de
esas flores del mal. Esa toxicidad. Si
todavía querés hacer más, uníte a Millones contra Monsanto. Plantá flores
en tu jardín, sin pesticidas, con abonos naturales, para que las abejas
puedan sobrevivir en ellas. Y si sos aún más bravo, cuando vayas por la Pampa Húmeda, abrí la
ventanilla y echá al viento semillas de Amaranto. Plantita guerrera de los Incas,
que además de ser hipernutritiva, resiste al roundup y le gana terreno a la
soja. Porque, aunque usted no lo crea, si oímos su llamada, si la defendemos
entre todos, podemos acceder a esa fuerza inmensa, esa sabiduría sutil: con
nosotros, la naturaleza también lucha.
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