por Eugenia Segura
¿Qué sucede cuando en
las mentes infantiles se siembra la semillita de la codicia, la ambición, el
policía interior, o el amor por los dados? Elementos que después, de adultos,
se repiten en las psiquis de los trabajadores mineros, de los buscadores de oro
en general, de los especuladores de todo tipo.
A veces, el extractivismo juega a ponerse un rostro humano.
Descubrió que le sale más barato que los rostros adiestradamente feroces detrás
del plástico de los escudos antidisturbios. Que la sangre en algunos países les
cuesta más cara que en otros, y que ya no son aquellos tiempos dorados de la
megaminería, en donde se podía impunemente enterrar vivos a 50 mineros en un
pozo, para que escarmienten (como en Tanzania), o armar genocidios como los de
Ruanda, Zaire o el Congo belga: queda feo en youtube, y espanta a los
inversores. Hasta los menos piadosos huyen cuando entienden que se les pueden
esfumar las ganancias si hay mucha gente acampando y gritando como indios en el
medio de la ruta.
Para contrarrestrar eso, inventaron la “Responsabilidad
Social Empresaria”, y cuál no sería su alegría al descubrir que, por arte de
magia de sus contadores, incluso podían deducirla de sus impuestos: nada más
bonito que hacer caridad con la plata ajena. Empezaron a donar, que un
tomógrafo por aquí, que una ambulancia por allá –los van a necesitar- cositas
para las escuelas, los comedores, las iglesias. Qué es para ellos un vuelto que
encima de volverles, con creces, sirve para esconder por un rato derrames que
no son precisamente de riqueza: esas imágenes de diques de cola colapsados, de
cráteres y de glaciares rotos. Ni hablar de los efectos en el precio de las
acciones cuando aparecen las fotos de niños fumigados o con malformaciones
congénitas, las sonrisas hipócritas de la falsa filantropía garpan mucho más.
Los encandilados por el oro saben que la única manera de
tapar realidades demasiado evidentes es, precisamente, encandilando, para eso
apelan al viejo truco de los espejitos de colores. Y cómo serán sus planes de a
largo plazo, que no vacilan en meterse hasta con los niños. Una cámara oculta desató el
escándalo del programa de minipolicías
, no por casualidad, implementado en los pueblos rebeldes a la megaminería. En
ella puede verse que un sacerdote
en Esquel les
gritaba a niños de 9 a
14 años: “TENÉS QUE
ENCONTRAR A TU POLICÍA INTERIOR” . En mi pueblo, Uspallata, minera San
Jorge compró los uniformes de tiernos
yutitas, previendo que algún día tal vez tendrían que reprimir a los mini
ecoterroristas, que ya afilan sus
crayones con los argumentos invencibles: ríos bajando de las montañas,
arbolitos, gente sonriente de la mano, pájaros y flores… esas cosas de los
niños.
Del otro lado, hay todo un despliegue de signos que no son
precisamente inocentes: en la Rioja, la
Barrick regalaba una versión burda del juego de la Oca, donde si te tocaba un
lingote de oro avanzás tres casilleros, si caés donde hay un ambientalista,
perdés un turno. En Chile, la didáctica
de aprender contaminando –digo, jugando- es aún más perversa:
les reparten a los chicos un juego tipo el Estanciero, una
versión del Monopoly donde, si acumulás papelitos de colores -¿qué otra
cosa es el juego adulto del dinero?- podés comprar ríos, lagos, montañas,
glaciares. El ablande, diríamos en jerga de fiolos de este lado de los Andes,
está más que claro: si de niño
jugaste a eso, de grande no te va a causar ni asombro ni espanto que un
monopolio extranjero diga este
glaciar es mío.
O los libros de cuentos que Julio
De Vido hizo distribuir en las escuelas, donde una montaña está triste
porque nadie le saca el oro que tiene adentro, y le pide ayuda a unos niños
para extraer y repartir pepitas entre los pobres del pueblo. O la versión
de Blancanieves –salida obligatoria para los niños sanjuaninos en edad
escolar- en la que los enanitos vienen de trabajar en la mina cantando
canciones de la Barrick.
¿Perverso? Sí, perverso:
los
niños de San Juan ya no tienen agua, y me pregunto qué sentirán los que
jugaron con esos juguetes (hace ya más de diez años de Veladero) y ahora tienen
enfermedades
espantosas, o hermanitos con malformaciones.
La Argentina
obscena, la que nadie quiere mostrar, donde la infancia nos está pidiendo
que hagamos un click urgente: está en la red.
Quizás el caso más emblemático, por la difusión y por lo que
está en juego, sea la película Aviones,
de Disney –no por casualidad, del mismo dueño de Monsanto- donde los niños
aprenden a amar al avioncito fumigador de soja que los riega con glifosato
desde el cielo, asociado a mensajes supuestamente nobles como la amistad, la
lealtad, el “campesino” chuncano y valiente que supera todos los retos y cumple
su sueño de triunfar en grande.
Es cierto que jamás van a alcanzar la trayectoria del cuento
de la gallina de los huevos de oro, que nos viene advirtiendo desde hace siglos
el peligro de destruir la fuente que nos entrega un poquito de riqueza cada
día, por pretender extraérsela violentamente
toda de golpe. Ni por asomo, la milenaria
fuerza arquetípica del mito del Rey Midas, a quien los dioses le conceden el
deseo de que se convierta en oro todo lo que toque: el agua y los frutos se
vuelven vil metal al llegar a sus labios, y Midas muere de hambre, de sed y
desesperación acariciando a su hija, transformada en una estatua dorada y sin
vida.
Sin embargo, no deja de ser inquietante la pregunta: ¿qué
sucede cuando en las mentes infantiles se siembra la semillita de la codicia,
la ambición, el policía interior, o el amor por los dados? Elementos que
después, de adultos, se repiten en las psiquis de los trabajadores mineros, de
los buscadores de oro en general, de los especuladores de todo tipo: el sueño
de dar el batacazo sin esfuerzo y ganar millones de la noche a la mañana. A
cualquier costo, así haya que asesinar, que reprimir a poblaciones inocentes
que lo único que quieren es vivir en paz, sin venenos que les caigan de arriba.
No se sabe bien por qué ni para qué algunos adultos quieren tanto oro, puesto
que la felicidad, ya la vienen dibujando espontáneamente tantos niños de todas las eras que, si los
dejáramos nomás con su sabiduría y sus crayones, nos darían una y otra vez los
argumentos invencibles: en sus dibujos ya está, entero, el mundo por venir.
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