(por Eugenia Segura)
Si pudiéramos preguntarle a cualquiera de los trescientos
empleados del fondo buitre de Paul Singer, si considera que el suyo es un
trabajo digno, seguramente contestarían que sí. ¿Aunque el objetivo de la
empresa en que laburan implique sumir a cuarenta millones de argentinos en una
crisis, aunque las consecuencias a futuro puedan ser la pobreza y el hambre de
niños que aún no saben decir un sí o un no, que ni siquiera han nacido y ya
están endeudados hasta las orejas? Probablemente aquí los asaltaría una ligera
incomodidad, de la que tratarían de librarse rápidamente, diciendo que ellos no
tienen la culpa, que sus trabajos sí son dignos porque están bien remunerados y
en blanco, acordes a la ley laboral norteamericana, y que sus –pongamos que son
familias tipo- seiscientos hijos necesitan una buena obra social, ir al
colegio, vivir en una buena casa en Manhattan, comer, recibirse de algo. ¿Así
revienten no sé cuántos millones de niños argentinos? Dirán de nuevo la
cantinela: legal, en blanco, bien remunerado.
Lo mismo debe pensar el secretario del juez Griesa. O los soldados que
están en este momento en la franja de Gaza, apretando legalmente el gatillo
para recibir su sueldo en blanco, buena obra social, el alquiler, algo como una
educación y un futuro para sus hijos. El otro, bueno, que reviente.
No se trata de una cuestión de clases sociales, ni de nacionalidades,
ni siquiera de la valoración que pueda tener tal o cual trabajo en el sistema:
seguramente, los científicos que están diseñando armas, o los biotecnólogos que
están toqueteando el ADN de todas cosas (¿con el permiso de quién?), deben
tener sus buenos doctorados, sueldos altísimos, su trabajo es altamente valorado
en sus sociedades, y saben perfectamente lo que están haciendo: a la larga o a
la corta, matar. Aunque jamás los vaya a salpicar la sangre.
Hablando de sangre, y de ADN desparramado en la tierra sin motivo, debemos
ser en este momento casi toda la humanidad los que deseamos que esa guerra
espantosa se termine, aunque queden desempleados muchos soldados y
constructores de barcos, de bombarderos, en fin, todos los puestos de trabajo
directo e indirecto que una guerra produce: por el bien de este planeta en que
vivimos, basta ya. ¿Trabajo digno? Que se busquen otra tarea, una que no
implique asesinar directa o indirectamente a poblaciones inocentes.
Y lo mismo ocurre también con los puestos de trabajo relacionados con
la megaminería, esa cifra tantas veces inflada que nos ofrecen como si fuera la
única salida posible a una crisis
económica que ellos mismos nos generaron. Porque, por un lado, según el informe de la
CEPAL sobre las inversiones extranjeras en América Latina, la
megaminería sólo genera un puesto de trabajo por cada dos millones de dólares
que invierte (gráfico en la pag 51). Y, por cada puesto de trabajo en
destruir la tierra, cuánto laburo se pierde, del pasado,
del presente y del futuro,
de todos aquellos que aportaron, aportan y aportarán su granito de arena para
hacer del mundo algo mejor de lo que encontraron. Ya lo sabemos, cuando el mineral y el negocio
se agotan, y encima, sin agua pura
que llevarse a la boca, los pueblos quedan reducidos al triste destino de pueblos
fantasmas.
Puede que, llegados a este punto, quienes tengan la esperanza de
encontrar un laburo en la megaminera de los rusos, piensen que estoy
exagerando, que nada tiene que ver un cerro uspallatino con los bombardeos en
Gaza –o en Ucrania- ni con los fondos buitres y los fantasmas. Sin embargo,
sobran los casos, hasta en la minería tradicional, cuya escala de destrucción
es infinitamente menor, de pueblos fantasmas. Y así como el oro está en el
corazón de la especulación mundial, la demanda de metales se dispara siempre
que hay una
guerra. El viaje de un pedacito de metal, desde el interior profundo de una
montaña en la cordillera de los Andes, hasta la herida en el cuerpo de un niño
de la guerra, es algo
que se puede rastrear fácilmente: siguiendo la trayectoria de un misil
desde que nace hasta que explota. Cuánto daño innecesario dejan aquí y allá,
por ejemplo, los
misiles tomahawk (15 kilos de plata cada uno), o el molibdeno, que la Coro
Minning declaró en aquel entonces sin tapujos que iba a extraer del cerro San
Jorge, y que se utiliza para hacer los blindajes de todo tipo de vehículos de
guerra. Metales
estrátegicos llamados tierras raras, que son muy
buscados por las grandes potencias y que llegan a cotizar mucho más que el
oro, y que
cruzan nuestras fronteras bajo el nombre de “impurezas de exportación”,
para ser procesados en el exterior, hasta estallar en la herida de un niño de
la guerra.
Aunque se trabaje mucho, desde los medios masivos, para desinformar y
desconectar un hecho de otro, una causa de su consecuencia, todo tiene que ver
con todo, y la realidad es mucho más dura que los datos duros: según el informe
que la consultora Propipe hizo para Minera San Jorge hace 2 años, en la versión
del proyecto biprovincial (mina en Uspallata + planta de tratamiento en San
Juan), que aún no ha sido sometido a consulta ni audiencia pública, los puestos
de trabajo que ofrecen son nada más que 91 en Mendoza, de los cuales 70 serían
operarios. Una magra cucharadita que poco y nada contribuye a bajar la cifra de
desocupados en Mendoza, que
asciende a unos 20 mil. Y no es válido que argumenten los puestos de
trabajo que generan en la fase de construcción, los dos primeros años de la
mina, puesto que se trata de trabajos precarios –trabajo de mula, le dicen en
la jerga- ahí donde
se detuvo Vale, porque no les cerraban los números para las ganancias
extraordinarias que esperaban, o la
Barrick en Pascua Lama, por la evidencia
de la destrucción de glaciares y contaminación que habían producido aún antes
de empezar a operar la fase de explotación. De esta experiencia anticipada
ya podríamos extraer una lección: así como no
se hicieron cargo del tendal de desocupados que deja una mina que cierra,
cuyas indemnizaciones representan un vueltito para los enormes capitales que
mueven estas empresas, menos que menos se quedarían a remediar los pasivos
ambientales –mucho más costosos, ya que el daño que dejan es irreversible, y es
un precio muy alto el sólo
hecho de mitigarlos un poco- ni tampoco los
conflictos sociales y laborales una vez que ya tuvieran los lingotes en sus
bancos para extorsionarnos económicamente, y los metales en sus misiles para
seguir apuntando a todos aquellos territorios de los que quieran robarse algo.
¿Qué es un trabajo digno, entonces? ¿Qué es sustentable? Sustentabilidad
es, por definición, todo aquello que satisface las necesidades de la actual
generación, sin que se vean sacrificadas las capacidades de las generaciones
futuras de satisfacer sus propias necesidades. Hablando en criollo, todo
aquello que puedas disfrutar vos, tus hijos, tus nietos y bisnietos, y así. O
sea que la minería, como todas las actividades que se ocupan de extraer algo
que un día se acaba o se agota, es
lo más insustentable que hay.
De las muchas respuestas que cada pueblo o región puede darle a esa
pregunta, nosotros, los uspallatinos, tenemos una, que es nuestra, y es simple:
queremos que se cree ya mismo un Área Natural Protegida, porque eso sí es algo
que puedas disfrutar ahora, y que van a seguir disfrutando los hijos de tus
hijos: es crecimiento para siempre porque el turismo, bien gestionado, es
inagotable; la agricultura, la ganadería y la silvicultura, bien hechas,
orgánicamente, también lo son, así como la producción industrial, que genera
más valor aún si tiene denominación de Origen Protegido. Todo esto, sin contar
los bienes y servicios intangibles e invaluables que presta el ecosistema, en
purificación del agua y del aire, en la salud que implica el hecho de vivir en
un ambiente sano, en la alegría de trabajar para la vida y no para la muerte.
Les pedimos a los políticos de turno que, en vez de contribuir al
atraso trayéndonos problemas, pobreza, enfermedad y sequía en el corto y
mediano plazo, escuchen de una buena vez nuestras soluciones: queremos el Parque Uspallata-Polvaredas
(alrededor de 1500 puestos de trabajo genera el Parque Aconcagua, por ejemplo).
Esa sí es riqueza que no se fuga, que se queda y se redistribuye en el lugar,
esa sí es la forma en que hemos elegido vivir los uspallatinos y los mendocinos:
nada más queremos que nos dejen crecer a nuestro propio ritmo, en armonía con
los ritmos de la naturaleza, por nosotros, y por todas las generaciones
venideras: USPALLATA ÁREA PROTEGIDA ES TODA LA CUENCA DEL RÍO MENDOZA PROTEGIDA.
Mal que les pese a los promineros, hay una realidad innegable: el
río Mendoza, solito con su caudal medio de 50 m3 por segundo, calma la sed de
más de un millón de personas que viven en el oasis norte, abastece al cuarto
polo industrial del país, riega más de 200.000 hectáreas cultivadas, y sostiene
la cuarta economía regional de la Argentina: es uno de los ríos mejor
aprovechados del mundo. Así como estamos, nos sigue yendo mucho mejor que a
Catamarca o San Juan después de más de 10 años de megaminería. ¿Se podría aprovechar
aún mejor el río?: sí, claro, y en un contexto de cuatro años de emergencia
hídrica, de calentamiento global creciente, está más claro aún que en este
oasis en el desierto en que vivimos, no hay ni una sola jarra de agua para
desperdiciar en megaminería.
Cada vez es más evidente que el mito del desarrollo infinito en un
ambiente finito es imposible, que las inversiones extranjeras en mucho se
parecen a las invasiones extranjeras, que luego de vaciar la empresas, se van y
dejan que sea el Estado, o mejor dicho, todos nosotros, quienes carguemos con
el muerto de los conflictos sociales y ambientales que dejaron. Que el sueño de
Eldorado, por el que tanta sangre ha corrido en Latinoamérica, se parece al
sueño de ganarse la lotería: la supuesta inyección de guita que jamás va a
salvarnos, por el contrario, esa especie de “maldición de la abundancia” que
pesa sobre nuestro continente –y sobre el africano- nada más ha contribuido a
llenar de oro a los bancos, a financiar las guerras y las maniobras especulativas
con las que se producen todas las crisis y todo el dolor del mundo.
A esta altura de la historia, cabe preguntarnos qué nos pasa a los
argentinos, nacidos en el país de todos los climas, de todas las bellezas, de
las vaquitas y de casi todos los cultivos, para qué hoy estemos pidiendo de
rodillas, por favor, que alguien nos dé un trabajo, aunque sea insalubre.
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