Leche humana privatizada: ¿tetas inventariadas? |
22/11/13
LA TETA ASUSTADA
(por Eugenia Segura)
Como si a Monsanto no le bastara con alterar nuestros
cuerpos a través de los alimentos
genéticamente modificados, ni con patentar
las semillas de cuanto ser vivo pueda sembrarse en estas tierras, ni con fumigar
de prepo poblaciones inocentes con glifosato, cáncer y
malformaciones genéticas, ahora Mondiablo, ha demostrado que existe un más
allá del carajo adonde puede irse: acaba
de patentar la leche materna humana. Se cierra así la trilogía espeluznante
por la que las mujeres tenemos el útero legislado por el estado,
rosarios en nuestros ovarios por las iglesias, y ahora encima las TETAS
PATENTADAS POR EL
MERCADO GLOBAL DE LAS TRASNACIONALES SINIESTRAS
Sobrevolemos por un instante el cuerpo femenino, esa Terra
Incognita que, más allá –o mejor, más acá- de cualquier esencialismo, nos
muestra un simple dato de la realidad: las mujeres
solemos tener ovarios. Cuerpos femeninos
hipersaturados de luchas discursivas, y heridas muy concretas y reales. Territorios que contienen
el misterioso, tremendo poder de fabricar seres humanos, y alimentarlos con los
primeros sorbos de vida; a la larga cadena de intervenciones, formateos y atropellos
a los que han sido sometidos en la historia, se añade ahora esto que supera
cualquier cosa que la ciencia ficción o el cine de terror más bizarro hubieran
podido concebir en sus peores pesadillas. Ya sé que suena a loco, a
desmesurado, a “nah, no se van a atrever a llegar a tanto”, pero pensemos un
toque: algo así deben haber sentido las primeras que se enteraron que en alguna
lejana ciudad se estaban escribiendo leyes para regular el uso de sus úteros, y
de ahí a la mujer
china que yace en la cama de hospital con el feto de su segundo hijo al lado,
como escarmiento, hay legalmente un solo paso. O de las primeras a las que les
llegó el rumor de que estaban quemando por brujas a las sabedoras de los
poderes curativos de las hierbas. O de que iban a tener que abandonar la
complicidad de las comadronas, por los bisturís, jeringas y demás gélido
aparataje de las salas de parto de los hospitales: habrán dicho tal vez el
mismo nah, y ya ven, aquí estamos. Con las tetas patentadas en una lejana
oficina yanqui, bajo el Nº 8012509, y un enorme signo de
pregunta: ¿hasta dónde pueden llegar las biopolíticas
de control
social en nuestros cuerpos?
“Vos sabés que, cuando tuve a la nena en el hospital Lagomaggiore, cuando la fui a ver, lo primero
que me dijeron es que tenía que reponerle al banco de leche la que le
habían dado, y cuando les pregunté –imagináte, indignada- por qué habían hecho
eso si yo tenía leche, me dijeron que era porque no le habían puesto ese
cartelito donde dice la alimentación. No me quedó otra y tuve que ir a los
sacadores de leche, que son como esos de las vacas, me puse a llorar ahí, de la
bronca…” me cuenta Ro cuando le cuento esto de las patentes de la leche
materna, y algo de ese llanto le vuelve quebrar la voz y a mojar la mirada.
La entiendo por los ojos, no es para menos: en los primeros sorbos de la vida
de su niña, ya se mezcló la prepotencia del sistema, y quién sabe qué más. Como
una de sus estrategias es hacerte dudar, hacer que lo tuyo parezca un caso
aislado, y así cortar la conexión con otras que puedan haber pasado por lo
mismo, se los cuento por si saltan otros testimonios semejantes.
Cualquiera que haya seguido un rato las huellas de Monsanto
en el espacio y en el tiempo, se habrá asomado varias veces al abismo de hasta
dónde puede llegar la perversidad: desde la India, donde los
campesinos algodoneros envenenados y emprobrecidos se suicidan en masa
tragándose el mismo pesticida que la
trasnacional les obliga a echar en sus campos, hasta las enfermedades y
malformaciones genéticas que producen las fumigaciones de glifosato sobre las
poblaciones inocentes acá nomás, en toda la pampa húmeda y el norte argentino.
Desde la fabricación en las plantas de Monsanto del gas sarín, el agente
naranja, el napalm y el gas mostaza utilizado en las guerras del siglo XX,
hasta el
acampe que está sucediendo ahora-ya en la localidad de Malvinas Argentinas,
provincia de Córdoba, donde resisten la instalación de una planta
procesadora de semillas transgénicas, en un pueblo de 15.000 habitantes donde
ya el 80% de los niños tiene agrotóxicos en la sangre, por los cultivos de soja
y maíz. O hasta este preciso instante, donde estamos luchando para que el
Congreso rechace la ley de semillas, esos paquetitos genéticos del mundo
vegetal que Mondiablo quiere
modificar a su antojo para tener el control total de los alimentos que
todos nos llevamos a la boca.
La vía láctea
Pero Monsanto
sabe que tiene una mala
imagen, y recurre al viejo truco de apelar a empresas que forman parte de
su monopolio y sus trust, y que todavía son bien vistas por la opinión pública,
como es el caso de Nestlé y de, por ejemplo, Prolacta
Biosciences. Aunque el logo del nido con los tres pajaritos ya no esté tan
limpio, y haya sido denunciado por sus intentos de apoderarse de las mejores
fuentes de agua del planeta –acusaciones a las que su presidente responde sin
despeinarse que sí, que habría que privatizar
el agua para que no la desperdiciemos los tontos seres humanos, nada mejor
que el mercado y el verde dólar para custodiarla, para que todos los brutos
sudacas aprendamos de una buena vez cuál es su valor. No es de
extrañar entonces, a la luz de estas declaraciones de Nestlé, que las
trasnacionales simultáneamente estén tratando de avanzar en una Reforma del Código Civil,
en la que se omite precisamente, deliberadamente, el artículo que garantizaba
nuestro derecho
al acceso al agua potable.
Sin irnos por las ramas (¿será de leche, será de agua la
gota que colme el vaso de nuestra bronca, hasta que nos decidamos todos juntos
a echarlos de nuestros pagos?), lo cierto es que ya hay más de 2.000 patentes de Nestlé
sobre la leche que producen nuestras tetas, según denuncia la Organización
Netzfrauen –y recordemos el escueto comunicado donde Nestlé admite 2
patentes, como para recurrir a otro viejo truco: uy, error de tipeo, se les
cayeron tres ceros.
Lo que nos conduce a otro gran signo de pregunta: ¿para qué
hacen esto? ¿Irán a vendernos siliconas con alguna maquinita tipo expreso, que
largue chorros de leche transgénica cuando se deposite una moneda en la ranura?
¿Se viene una campaña para poner medidores en los pezones de las embarazadas,
para cobrar algo así como un impuesto a la teta más IVA? Difícil es estar en la
cabeza de Monsanto o del presidente
del grupo Nestlé, para saber exactamente adónde son capaces de llegar con
estas movidas, habría que ser psicópatas para entenderlos. Pero sí podemos
deducir algo, si nos detenemos a observar páginas como el sitio oficial de
Prolacta Biosciences (que curiosamente, al día de la fecha, tiene 666 likes).
Y esto nos lleva por otra vía, la rama farmacológica del
asunto, al ver cómo promocionan leche materna en frasquitos de 10 a 50 mililitros, bajo el
nombre de Prolact+ y
PremiLact, con el circulito arriba de marca registrada. Y si abrimos las
ventanas de las donaciones, elija un banco de leche y conviértase en donante de leche materna. Y aquí llegamos a otra vía, la que
lleva al escalofrío por la espina dorsal del que de repente lo vea.
Es obvio, jamás van a mostrarte el lado oscuro de sus
negociados, siempre van a venderte con algún verso altruista o de avance medicinal-tecnológico
sus productos, y los dispositivos que utilizan para instalarlos, como los
bancos de leche. Donde muchísimas mujeres, con las mejores intenciones, de
buena fe –o por la fuerza, como mi amiga- donan el excedente que les sale del pecho, pensando que es para los bebés
prematuros pobres y sudamericanos, poniéndose en el lugar de las madres que
pierden su leche, porque acá si algo nos sobra es solidaridad y amor. Y sí, te
entiendo, yo también veía con buenos ojos los bancos de leche, hasta que me
encontré con esto.
Porque si seguimos la
vía
farmacológica, podemos llegar hasta Pfizer,
Roche, Bayer
(¿te suena a “es bueno”?), que además de aspirinas, produce glifosato para
fumigar maíz y soja transgénica, y también, claro, medicamentos. Y sí, detrás
de algún verso como la lucha contra el cáncer -que ellos mismos producen
fumigándote o haciéndote tragar los alimentos genéticamente modificados que
desbordan las góndolas de su hipermundo- justifican el hecho de aislar los
distintos componentes curativos que posee nuestra primera panacea universal: la
leche de nuestras tetas.
¿A qué o quién entonces estamos entregando inocentemente
nuestra información genética? ¿A Nestlé
y sus leches maternizadas o fortificadas con tal y cual cosa? ¿A Prolacta y
sus frasquitos para bebés del primer mundo? ¿A Monsanto y su largo prontuario
de modificar seres vivos genéticamente, y donde hay guerra, si se me permite
considerar el agente naranja o el gas sarín como armas químicas, matar callando
a millones de seres humanos? ¿A Pfizer,
que ya tiene un historial de experimentación con
seres humanos sin su consentimiento? ¿A Bayer que, si nos remontamos a la Segunda Guerra
Mundial, tenía sus laboratorios al lado del campo de concentración de
Auschwitz, donde ponían a trabajar a los prisioneros en fabricar el mismo ácido
cianhídrico –gas Zyklon B, como bautizaron a este en principio, oh casualidad!
pesticida- que utilizaban para exterminarlos a ellos y a sus familias? Como
bien anota Walter
Graziano, en su libro “Hitler ganó la guerra”, curiosamente ni una sola
bomba de los aviones aliados le hizo siquiera una gotera en el techo a los laboratorios de Bayer.
Volvamos entonces al primer “nah, no se van a atrever a
tanto”, y repensémoslo un segundo. Mujeres, pongámosle el pecho a esta causa.
Que va mucho más allá de los géneros y los devenires identitarios que quieras.
Porque, seas quien seas, contáme ¿qué fue lo primero que comiste cuando
llegaste a este mundo?
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